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¡Necesitamos motivos contundentes para poder vivir!



XXX domingo del tiempo ordinario

Nadie puede vivir sin esperanza. En la práctica, perder la esperanza es condenarse a morir. Cuando leemos historias como las que se vivieron en los campos de concentración Nazi, en la segunda guerra mundial, donde todo era signo de muerte, en la parte final de esa historia nos damos cuenta que muchos de los que sobrevivieron, además de que terminó la guerra, también pudieron salir adelante gracias a una llamita de esperanza que movía su corazón. Lo difícil no eran sólo los maltratos físicos, sino ante todo la parte emocional, necesitaron la capacidad de poder siempre esperar algo diferente. Se cuenta que cuando terminó la guerra y se abrieron las puertas de los campos de concentración, muchos no daban crédito pues lo inminente en aquel lugar siempre era la muerte.

Y si alguien sabe engendrar esperanza es precisamente Dios, como sucedió de hecho en la mayoría de los sobrevivientes de los campos de concentración Nazi. Dios siempre nos ofrece los motivos más profundos para vivir y cuando todas las puertas parecen cerradas, Él nos abrirá siempre otras. Escuchamos por ejemplo a Jeremías, que le ofrece palabras de consolación al pueblo, que perdido en el destierro, bajo el yugo opresor del tirano, parece que lo ha perdido todo: “Griten de alegría… proclamen, alaben y digan: El Señor ha salvado a su pueblo… he aquí que yo los hago volver… los congrego desde los confines de la tierra” (Jr. 31, 7-8). Y aunque algunos no tienen ojos para ver el camino, ni pies para andarlo, la noticia vale para todos, nadie se queda fuera de la voz de esperanza que Dios ofrece a su pueblo.

Pero la esperanza divina, se ha personificado de modo vivo y pleno en Cristo, para lo cual nos ofrece un sinfín de signos prodigiosos que nos confirman que no hay motivo alguno para no confiar en Él. Haciendo eco al anuncio del profeta Jeremías, San Marcos nos presenta la curación de Bartimeo, quien se encontraba sentado al borde del camino y cuando escucha pasar a Jesús empieza a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!” y a pesar de que muchos lo reprendían para que se callara, él gritaba más fuerte (Mc. 10, 46-47). Ese es el motivo de la presencia de Jesús, hacer renacer la esperanza en aquel que pareciera que ha perdido toda esperanza. Pareciera que la vida de Bartimeo estaba destinada a pedir limosna y a depender de la compasión de los demás; pero el toque de fe que Jesús da a quienes encuentra a su paso, permite abrir el corazón a la esperanza de una vida nueva. Jesús, siempre pasa, siempre está cerca, siempre toca, pero nosotros tenemos la opción de aprovechar su paso o no. Bartimeo no podía perder la oportunidad, de lo contrario quedaba condenado a la plena discapacidad de por vida.

Jesús se detiene, lo llama y le dice: ¡Ánimo!, ¡levántate! ¡Qué quieres que haga por ti! La solicitud inmediata del ciego: Que pueda ver. A lo que Jesús, sin más le responde: “Vete, tu fé te ha salvado” (Mc. 10, 49-52). Así es Jesús, Él si puede colmar las necesidades más profundas del corazón humano. Cuántas cosas pudo ver en adelante Bartimeo, cuántas cosas podremos nosotros entender si le decimos a Jesús que nos abra a la fe.

El ser humano no puede vivir sin esperanza. Vivimos bajo diversas esperanzas pasajeras, pequeñas y grandes, pero “el ser humano necesita una esperanza que va más allá” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 30). La máxima esperanza solo puede ser Dios mismo, “que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar” (Ibidem, 31).

Sin los motivos de vida que nos da Dios, que es amor, luz, fortaleza, horizonte, puerta, etc., nos volvemos discapacitados y nos uniremos a los que se sientan solo a ver quién se compadece de ellos. Sin Dios los miedos y las cobardías nos frenan y empezamos a ver que todo se vuelve contrario a nosotros. Hace días me decía una persona con una discapacidad física, que lo peor de la discapacidad física es pensar que los demás nos deben solucionar todo, descreditando así otras capacidades muy valiosas, que Dios nos ha dado.

Busquemos a Dios, no para que nos solucione todo, sino para que nos enseñe a ver, a entender, como lo hizo con Bartimeo.

Pbro. Carlos Sandoval Rangel
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